Tal y como sucede en la vida, la madurez es una virtud para los amantes de la vid. Durante la juventud las personas son intensas, dinámicas y osadas, por lo que escogen vinos ácidos, frescos y ligeros. Ideales para el maridaje con pastas, arroces y verduras. Se trata de la edad en la que se tiene la primera toma de contacto con este manjar divino.
La siguiente etapa vital supone una evolución en los gustos de los catadores, cada vez más refinados. Todavía hay evidencias de juventud, pero con síntomas claros de responsabilidad e inquietud. Lo que lleva a escoger una tipología de vinos que, aún siendo jóvenes, pasaron ya meses en barrica. Son los denominados vinos sin crianza, vinos del año.
Con el paso del tiempo llega esa segunda juventud para muchas mujeres y hombres que ya, con un mayor conocimiento de la vida, textura y cuerpo del vino se decantan por los crianzas, llenos de matices complejos que se diferencian de la fogosidad de los vinos jóvenes.
Transcurren los años y hacen aparición las canas, síntoma inequívoco de que las personas han dejado atrás su juventud. Al mismo tiempo se transforma nuestro gusto vinícola tras alcanzar una madurez considerable. Un ecuador vital. Las personas se vuelven más exigentes. Buscan la felicidad a través de la tranquilidad que les ha otorgado la experiencia. Saben lo que quieren, son ordenados y equilibrados. Eligen, por supuesto, vinos reservas. Son inconformistas, no vale cualquier vino joven o crianza. A estas alturas el que no aprecie una buena uva será difícil que lo haga ya hasta su epitafio. Ahora eligen las variedades que han estado un año al menos en barrica de roble y 2 años más en botella.
Dejando atrás la mediana edad, llega el inicio de la vejez. Hombre y mujeres son los guardianes de la sabiduría, la voz de la experiencia. Ellos mismos son puros reservas. Han entrado en una fase de extrema selección. Consumen vinos colmados de matices, buscan la sorpresa, porque ya pocos sabores les pueden sorprender. Como mínimo sus paladares solo admiten los vinos guardados con recelo durante al menos 2 años en barrica de roble y 3 más en botella. Obviamente, llegados a esta fase, los catadores o los amantes de la vid son buenos consejeros, ideales para seleccionar las más exitosas cosechas.
Las teorías que asocian el sabor afrutado con la juventud de las personas y la complejidad del vino con la avanzada edad son eso mismo, teorías. Aunque, por otra parte, encontrar a un joven degustando un gran reserva es algo inusual.
También entran otras variables socioeconómicas que apoyan estas conjeturas. No todos los majares que han evolucionado en barrica durante años están al alcance de todos los bolsillos, sobre todo de los recién emancipados.
Al margen de estos estudios y razonamientos hay una pauta universal: un vino bueno será saboreado por cualquier persona del mismo modo que un buen film es capaz de atrapar al más necio cinéfilo de los mortales.
Del mismo modo, apreciar la calidad de la uva no es proceso de un día. Conocer las cualidades de las mencía, merenzao, brancellao o sousón lleva su tiempo. Por tanto, la edad, como en la vida en general, es importante a la hora de juzgar un buen vino.
Los milenarios socalcos de la Ribeira Sacra esconden todos estos tipos de uvas. Ofrecen diversos atractivos para según qué edades.
Por otra parte, como sucede en la vida misma, para quebrar esta teoría de la evolución vitícola siempre existe la excepción que confirme la regla. Conocer a un imberbe experto en reservas es posible o a un experto y maduro catador amante de los vinos jóvenes es posible. Aunque, si tuvieran que apostar, háganle caso a sus mayores.