Los expertos coinciden en señalar en sus estimaciones la existencia de cerca de 15.000 tipos de uvas diferentes empleadas para la elaboración del vino. Si nos centrásemos en el territorio nacional la suma rozaría las 300 variedades. Cada una de ellas con sus propias características.
Pero, a pesar de este extraordinario abanico de vides, lo cierto es que todas estas tipologías parten de una misma raíz. Haciendo una similitud con nuestro idioma, del latín parten las diferentes lenguas romances que durante milenios han ido evolucionado y que, por otro lado, se han enriquecido de las aportaciones de otras culturas. En el caso de la uva todo comienza con la Vitis vinífera (tipo de vid con la que se hace el vino). Sería el origen de las especies si fuera por Darwin, o el big bang de Stephen Hawking, o cintando a un polémico central de fútbol blaugrana “Contigo empezó todo”.
Y es así. Desde su “divina” creación, la de Baco, claro, la Vitis vinífera ha realizado un viaje similar al de Ullyses. Toda una epopeya. Sus semillas se han esparcido por todo el globo en un colosal viaje que algunos sitúan en el Caúcaso. Desde allí se habría extendido hacia tierras orientales y por supuesto, por la cuenca del Mediterráneo. Más tarde a medida que se fue colonizando América la planta comenzó su nueva expansión debido a una enorme capacidad de adaptación (es hemafrodita y sus genes mutan con gran facilidad).
Esto explica la gran cantidad de variedades de uva existentes en el mundo. Cada una de estas uvas aporta características exclusivas de los territorios y suelos que las cobijan. Sus alturas, temperaturas, nutrientes y climas le otorgan a la fruta sus texturas, sabores y olores que las definen y diferencian de las demás. Paradójicamente las hacen únicas, a pesar de tener una sólo madre, la vitis. Es fácil reconocer el parentesco evolutivo con la especie humana.
Citando algunas de las variedades de uvas tintas las más conocidas y apreciadas en el mundo vitícola destacaríamos especies como el Tempranillo, Cabernet Sauvignon, Cabernet Franc, Tannat, Merlot, Syrah, Pinot Noir, Sangiovese, Garcacha, Mencía, Mazuelo, Maturana, Monastrel, o Verdejo entre otras.
Y dentro de la genética de fruto blanco nombraremos la Chardonnay, Sauvignon Blanc, Riesling, Gewurstraminer, Palomino, Gewurstraminer, Garnacha blanca, Albariño, Godello, Semillón, Hondarribi Zuri, Malvasía, Moscatel, Parellada, etc, etc…
En el caso de la Ribeira Sacra la variedades tintas Mencía, Merenzao, Brancellao o Sousón o los Godellos y Albariños como variedades blancas hacen de esta zona una de las más laureadas del panorama vitícola internacional.
Y todo se hace más complejo todavía si se tiene en cuenta que a toda esta tipología de vides hay que aclarar que en cada vino se mezclan siempre una o más variedades de este manjar combinando sus genéticas y logrando un exclusivo aroma, cuerpo o color.
Así pues, miles de uvas diferentes, pero todas parten de una misma raíz, de una fruta compuesta por genes en continuo cambio que hacen que los vinos también muten.