“Baya o grano más o menos redondo y jugoso, fruto de la vid, y que forma racimos”. Así define la Real Academia Española a la uva. Ese producto que es el claro protagonista en la ardua tarea de elaborar el vino y que, sin duda, le transfiere todos sus grandes rasgos y características. Entonces, con cada vino hay siempre algún tipo de uva que le está ofreciendo y trasladando su identidad (aspectos como su cuerpo, perfume u olor). Por lo general, es posible cambiar y modificar variables como el riego, las técnicas de poda, el abonado o, por ejemplo, algunos tratamientos fitosanitarios. Pero lo que está claro es que el tipo de uva es clave en el proceso.
Aproximadamente existen unas 8.000 variedades conocidas de esta fruta, y provienen todas de una misma especie, la Vitis Vinífera (nombre científico de lo que popularmente se conoce como vid o parra), también utilizada para la elaboración de pasa de uvas. La calidad de las distintas variedades depende de los factores climáticos y del suelo. En el momento en que la uva consigue llegar a su madurez, tiene en su haber unas determinadas características que cambian sustancialmente de una variedad a otra.
En el territorio español, el registro vitícola incluye alrededor de 230 variedades de uva, pero durante los últimos tiempos se han identificado cerca de tres centenares más (debido al importante trabajo de investigadores de todo el país), entre las que un par de centenares son totalmente desconocidas, llegando incluso a no disponer de una denominación.
En cuanto al porcentaje de territorio que ocupan estas tantas variedades de las que hablamos, según el Ministerio de Agricultura y Pesca, Alimentación y Medio Ambiente, en España la superficie plantada de viñedo según datos de registro vitícola de cada comunidad autónoma (datos actualizados en verano del año 2013) asciende a 957.573 hectáreas. La evolución de esta superficie ha sido descendente en los últimos años, si bien en la campaña posterior se había invertido la tendencia al haber un incremento de la superficie plantada en 4.400 hectáreas respecto a la superficie de la campaña anterior.
También es necesario destacar que, del total de la superficie nacional, el 85% corresponde a zonas potencialmente aptas para la elaboración de vinos DOP (Denominación de Origen Protegida) y el 8% IGP (Indicación Geográfica Protegida). ¿Y cuál es la principal diferencia entre DOP e IGP? Pues, como ya hemos comentado anteriormente en este blog, en el mercado existe una gran variedad de productos, y cuando uno de ellos adquiere cierta reputación es muy común que le salgan imitaciones. Esta competencia desleal es un engaño para los consumidores, por lo que existen unos sistemas para protegerlos. Estos sistemas son conocidos como Denominación de Origen Protegida (DOP) e Indicación Geográfica Protegida (IGP). Los vinos Ponte da Boga están reconocidos dentro de la Denominación de Origen Ribeira Sacra, encuadrados por tanto en esta categoría donde el vínculo con el territorio es más fuerte. Así, mientras que la DOP designa la denominación de un producto cuya producción, transformación y elaboración deben tener lugar en una zona geográfica determinada, con una especialización reconocida y comprobada, la IGP indica el vínculo con el territorio en, al menos, una de las fases de producción, transformación o elaboración.
En definitiva, existe una enorme cantidad de tipos de uva, y detrás de cada vino hay siempre una o varias modalidades. Por ejemplo, en Ponte da Boga tenemos, para tinto, sobre todo Mencía, pero también Merenzao, Brancellao o Sousón. Para el blanco, contamos con Godello y Albariño. Algo que se une a las características de nuestros suelos, muy drenantes para evacuar correctamente el agua de la lluvia y perforados por las raíces de las vides que buscan humedad en las épocas más calurosas, lo que permite el buen desarrollo de la vid y una buena maduración de las uvas.